miércoles, julio 15, 2009

Un día de plaza

Era un día como cualquier otro día de sol en otoño. La plazoleta, qué importa cual, repleta de niños disfrutando de los juegos. Yo estaba sentado en unos de los bancos, dormitando la siesta, al sol. De pronto un joven se sienta cerca de mí buscando conversación. Estuvimos hablando de varios temas. Increíble, le interesaba saber sobre temas de la vida, la vida profunda...

Comencé a decir que la vida se asemeja mucho a los juegos donde estaban los pibes.

El tobogán en nada es distinto al trabajo en una empresa: te cuesta subir peldaño a peldaño. Sentirse feliz en la cima por lo que uno ha logrado. Hacer equilibrio para luego caer a toda velocidad. El subibaja es como la economía, a veces estamos bien arriba a veces estamos abajo, donde algunas veces los que están arriba caen abruptamente cuando los de abajo zafan de pronto y ¡a tierra!; y, cuando estamos en la hamaca a veces vamos hacia delante y a veces hacia atrás, pero pendientes de las cadenas que nos sujetan.

¡La rayuela! Salimos de la tierra y andamos a los saltos hasta llegar al cielo. Mucho tiempo atrás también se jugaba el huevo podrido, los comentarios huelgan, la calesita en forma de hongo en la cual nos sentábamos y con la punta de los pies debíamos hacerla girar, claro, los más grandes, los que tenían más fuerza la hacían bambolear para un lado y para otro de manera que los más chicos nos “julepeáramos” de lo lindo. El fideo fino donde en uno girábamos lo mas aprisa posible. El fideo grueso donde con las ,manos agarradas teníamos que girar girar y girar sin soltarse de las manos, se hacían malabares hasta quedar exhaustos. El Martín Pescador, el rango, el balero donde había que ensartar un palillo en una bocha para pasar a las 18 provincias (no se olvide que entonces había territorios nacionales), en fin todos de una manera u otra habilitaban para ir superando los problemas que encontraríamos en la vida…

Mi joven interlocutor me interrumpe - Pero lo que más me llama la atención es esa escalera. Es muy alta y pareciera ser de equilibrista.

-¿Ve que los chicos solo suben hasta cierta altura?

- Claro, si es altísima, tan alta que no se ve donde termina. Además allá arriba es como que estuviera nublado. ¿Cómo van a subir hasta arriba? Es por eso que se pelean por subir y bajar. Mirándola bien es una obra de ingeniería ya que está completamente inmóvil...

Lo interrumpí...

- Yo estuve ahí, sí señor y le comento algo más, no-solo subí hasta la cima, donde se terminaban los escalones, ¿Sabe algo?, allá arriba no se escucha absolutamente nada, ni los gritos de los chicos, ni el murmullo de la ciudad, ni tan siquiera el rumor del viento. Habita la serenididad total. Luego bajé por el otro lado. Al no contentarme con esto, volví a subir por donde había bajado, y al llegar a la cima tuve la misma experiencia. Se veía absolutamente lo mismo, y el mismo absoluto silencio. Luego volví a bajar por donde había subido la primera vez.

Me miró extrañado y perplejo, pensativo... Se levantó y se fue. Cada tanto daba vuelta la cabeza para mirarme.

Yo... simplemente volví a dormitar. Pensando que estábamos en la Tierra, recibiendo el calor del Sol, pero que también perfectamente podríamos estar en el tercer anillo de un átomo, en un electrón de cualquier célula de cualquier órgano, de una neurona por ejemplo, y que yo fuera tan solo el resultado, el producto, de la actividad de leer y mi vida terminaría en el instante mismo de leer, querido lector o lectora, la última letra de la última palabra.

Era un día como cualquier otro día de sol en otoño. La plazoleta, qué importa cual, repleta de niños disfrutando de los juegos. Yo estaba sentado en unos de los bancos, dormitando la siesta, al sol. De pronto un joven se sienta cerca de mí buscando conversación. Estuvimos hablando de varios temas. Increíble, le interesaba saber sobre temas de la vida, la vida profunda...

Comencé a decir que la vida se asemeja mucho a los juegos donde estaban los pibes.

El tobogán en nada es distinto al trabajo en una empresa: te cuesta subir peldaño a peldaño. Sentirse feliz en la cima por lo que uno ha logrado. Hacer equilibrio para luego caer a toda velocidad. El subibaja es como la economía, a veces estamos bien arriba a veces estamos abajo, donde algunas veces los que están arriba caen abruptamente cuando los de abajo zafan de pronto y ¡a tierra!; y, cuando estamos en la hamaca a veces vamos hacia delante y a veces hacia atrás, pero pendientes de las cadenas que nos sujetan.

¡La rayuela! Salimos de la tierra y andamos a los saltos hasta llegar al cielo. Mucho tiempo atrás también se jugaba el huevo podrido, los comentarios huelgan, la calesita en forma de hongo en la cual nos sentábamos y con la punta de los pies debíamos hacerla girar, claro, los más grandes, los que tenían más fuerza la hacían bambolear para un lado y para otro de manera que los más chicos nos “julepeáramos” de lo lindo. El fideo fino donde en uno girábamos lo mas aprisa posible. El fideo grueso donde con las ,manos agarradas teníamos que girar girar y girar sin soltarse de las manos, se hacían malabares hasta quedar exhaustos. El Martín Pescador, el rango, el balero donde había que ensartar un palillo en una bocha para pasar a las 18 provincias (no se olvide que entonces había territorios nacionales), en fin todos de una manera u otra habilitaban para ir superando los problemas que encontraríamos en la vida…

Mi joven interlocutor me interrumpe - Pero lo que más me llama la atención es esa escalera. Es muy alta y pareciera ser de equilibrista.

-¿Ve que los chicos solo suben hasta cierta altura?

- Claro, si es altísima, tan alta que no se ve donde termina. Además allá arriba es como que estuviera nublado. ¿Cómo van a subir hasta arriba? Es por eso que se pelean por subir y bajar. Mirándola bien es una obra de ingeniería ya que está completamente inmóvil...

Lo interrumpí...

- Yo estuve ahí, sí señor y le comento algo más, no-solo subí hasta la cima, donde se terminaban los escalones, ¿Sabe algo?, allá arriba no se escucha absolutamente nada, ni los gritos de los chicos, ni el murmullo de la ciudad, ni tan siquiera el rumor del viento. Habita la serenididad total. Luego bajé por el otro lado. Al no contentarme con esto, volví a subir por donde había bajado, y al llegar a la cima tuve la misma experiencia. Se veía absolutamente lo mismo, y el mismo absoluto silencio. Luego volví a bajar por donde había subido la primera vez.

Me miró extrañado y perplejo, pensativo... Se levantó y se fue. Cada tanto daba vuelta la cabeza para mirarme.

Yo... simplemente volví a dormitar. Pensando que estábamos en la Tierra, recibiendo el calor del Sol, pero que también perfectamente podríamos estar en el tercer anillo de un átomo, en un electrón de cualquier célula de cualquier órgano, de una neurona por ejemplo, y que yo fuera tan solo el resultado, el producto, de la actividad de leer.

Y mi vida terminaría en el instante mismo de leer en este escrito, querido lector o lectora, la última letra de la última palabra.

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